El azúcar Grimm

Autor: Esopo

Aunque no podamos creerlo un día nos sorprenderemos diciendo a nuestros retoños:Hijo, ya tienes edad de dejar el chupete, sentarte a la mesa y abandonar la trona. También es tiempo de pisar a David el Gnomo y hacer números en Rubio. Ya es hora de que los camellos se tomen un carajillo en lugar de tanta agua, que tu padre cría ranas cada cinco de enero. Y en fin, ya tienes edad de saber que a Caperucita no la salva ningún leñador si no que el lobo la descuartiza y se la come” ¿O no?Ya sé que es amargo, pero es la auténtica versión de Perrault por mucho azúcar Grimm que le pongamos. Claro que habría que cuestionarse porqué seguimos edulcorando los cuentos de hadas a nuestros niños y a los no tan niños. Me parece que muchas veces esta distorsión de la literatura infantil se debe al propio desconocimiento de la versión original, manipulada durante siglos. En otras ocasiones nos hallamos ante la negativa de muchos padres a causar un trauma a sus hijos al narrar hechos violentos, crueles e incluso de «dos rombos». Por ejemplo, a ver quién es el valiente que le dice a su princesita que «La Bella Durmiente» no se despierta con un beso si no que el príncipe primero lo intenta con gritos y como su táctica no surte efecto, decide violarla. Tras abusar de ella comienza un desenfrenado culebrón con embarazo, raptos y asesinatos que ya quisieran igualar muchas productoras sudamericanas. Pero las sorpresas con los «cuentos infantiles» no terminan aquí. Supongo que a nadie le chocará saber que las hermanastras de Cenicienta, ávidas por calzarse el zapatito de cristal a toda costa, se cortaron un dedo del pie bajo el mandato de su madre. Por cierto, en las versiones más antiguas de «La Cenicienta» (remontémonos al siglo IX, China) el zapato -zapatilla- no era de cristal si no de raso, cuero o tal vez oro. Como estos materiales ocultaban las mutilaciones de las hermanastras y se facilitaba el engaño, en su versión Perrault optó por hacerlo transparente para que no hubiera lugar a dudas de quién era la dueña. Bueno, ¿y qué hay de la tierna Ricitos de oro? Ésta es bajo mi punto de vista la historia más deformada de todas ya que la dulce pequeña no era ni siquiera una niña si no una vieja malhumorada, fea y de cabellos grises que irrumpe en el hogar de los osos. Pues bien, las fieras, hartas de la ocupación y viendo que no la mataban ni el fuego ni el ahogamiento, decidieron acabar con ella empalándola en la aguja de un campanario. ¿Qué tal el cuerpo? Seguimos. Lo siento, ya no puedo parar. Hacia el final de «Blancanieves«, la malvada madrastra es obligada a bailar con unos zapatos de hierro candente hasta caer muerta en el suelo. En cuanto a «El patito feo», los patitos no se limitan a insultarle si no que lo vejan de esta manera:-¡Déjenlo tranquilo!  -dijo la mamá-. No le está haciendo daño a nadie.-Sí, pero es tan desgarbado y extraño -dijo el que lo había picoteado- que no quedará más remedio que despachurrarlo.Por favor, insistid en animal y despachurrar y la imagen será espeluznante.  Siguiendo con Andersen, siento desilusionar a los forofos de Disney pero he de confesaros que La Sirenita no llegó a la boda…  Así que haced el resto vosotros.

Y ahora que ya sabemos cómo eran en realidad estas fábulas cabe retomar la primera pregunta y plantearse qué hacer con estos datos: si usarlos o bien ocultarlos de nuevo a otra generación. Analicemos la idea absurda del pudor a relatar hechos violentos a los pequeños:

Primero, nos guste o no los niños de ahora contemplan la violencia a diario un día sí y otro también. En el colegio, cada dos por tres presencian o se involucran en peleas y como no, cuando llegan a casa y encienden la tele sale de todo: sexo, palabrotas y escenas como la de «el Sergi» se repiten a diestro y siniestro. Y lo ven casi sin que podamos evitarlo.

Segundo, pensemos que nosotros podemos controlar la información del cuento eligiendo el cómo, el cuando y el porqué de determinada narración. Así, para hablar de la sinrazón de la xenofobia, leerles «El patito feo» en su versión original sería excelente. Lo considero un contexto más adecuado que la repetición abusiva de las patadas de «el Sergi» a una extranjera. Para colmo, luego son comentadas con un lenguaje que el niño no puede asimilar.

También el peliagudo asunto de la pederastia se podría tratar con la Caperucita Roja de Perrault. Pero cuidado, hay que coger este cuento con alfileres, midiendo al milímetro lo que resaltamos de la historia. Si bien Perrault lo escribió con un fin moralista -los hombres (y por lo tanto el sexo) son peligrosos para las jovencitas, sean niñas o no-  hay que ver en una versión italiana a la primera Lolita de la historia:

«-Abuelita, tengo sueño:

A lo que la fiera responde:

-Quítate las ropas y ven a acostarte conmigo».

No sé porqué me da la impresión de que Caperucita accedió, le gustó y una vez en la cama me la imagino diciendo: «Abuelita, qué … más grande tienes«. Por eso, limitémonos a contar que «el lobo», o sea un desconocido -extraño disfrazado de persona amable- podría ser un asesino en serie.

Estos son ejemplos de algunos usos didácticos que podemos dar a las versiones originales pero puede haber muchísimos más. Aun así seguirá habiendo padres que se nieguen en rotundo a difundirlas. En este caso me planteo que los motivos pueden ser más profundos y referirse a su propia infancia. Me explico. Los adultos tenemos pocas oportunidades de volver a sentirnos niños. Por eso nos inventamos que «hay que decorar el árbol de Navidad«, que «la nocilla es antidepresiva«, y nos subimos a la montaña rusa «para que nos les pase nada a ellos«.

Por supuesto, es bueno leerles un cuento antes de dormir. Bajamos la luz, abrimos el libro y nos encojemos. Se nos cambia la voz, los ojos se nos abren y tras varias páginas emocionantes no sabemos distinguir entre el niño y el adulto. Entonces, en medio de esa magia ¿cómo hablar de malos tratos? ¿cómo? ¿que la Sirenita muere? ¿violaciones? ¿no tuve suficiente con las noticias de hoy? Ni loco. Para el poco rato que estoy con mi hijo, me niego a hablar de esto.

Y pensaremos «además, ya ha dejado el chupete, ya come con nosotros, ya hace muchos deberes, ya me compra él los Reyes con sus cinco euros.  Por eso, en los cuentos yo me trago el sorbo amargo y a él…  a él le pongo el azúcar Grimm».

Confesión: A los veintitrés años mi profesora de «Análisis de textos» me contó el verdadero final de Caperucita Roja. Tengo treinta y uno. Todavía no la he perdonado.

Nuria Reina

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