Autor: Candi
Siento una tremenda compasión por aquellos asesinos que degüellan violentamente a sus parejas y sin embargo, yerran en el difícil arte del suicidio. Una compasión, por supuesto, no exenta de perplejidad. Y si no, ¿cómo es posible que un tipo saje de un hachazo la cabeza de su mujer y después, pretenda asfixiarse con una pinza de tender la ropa?
“El homicida intentó acabar con su vida tras los brutales acontecimientos”, dicen los periódicos. Pero nadie habla de lo terrible que ha de suponer seguir vivo con las manos manchadas de sangre. Ese pobre asesino jamás hubiera matado de no contar con el postrer suicidio. ¿Os dais cuenta? Lástima que se le acabara la munición y tratara de ahorcarse con un rollo de esparadrapo. Por no hablar de aquel que prendió fuego a su casa, con tan mala suerte de que se olvidó las llaves dentro y no pudo entrar a perecer junto a su familia.
En serio. Ha de ser una agonía seguir respirando el aire que ya no volverán a inhalar aquellas a las que machacaron, descuartizaron o trituraron. Por eso he elaborado una serie de consejos que propongo a quienes vayan a ejercitarse en la difícil técnica del «homisuicidio» (esperpento que abarca la violencia más brutal y la autocompasión más patética).
En primer lugar, querido parricida, elabora una lista de motivos por los que merezcas morir y si al margen del cruel acto en que vas a incurrir, no encuentras razón alguna por la que acabar con tu existencia, estás en el buen camino. Eres un cabronazo de mil pares de narices y tu sangre fría te va a ayudar.
En segundo lugar, para una vez en la vida que te vas a suicidar, ¡sé generoso contigo mismo, leches! Si las medias de nylon con las que vas a ahogar a tu esposa son de primera marca, no uses un pelapatatas para cortarte las venas. Cómprate una buena navaja toledana, hombre. O si te has gastado una pasta en ostras envenanadas, joder, no te sometas a una ingesta masiva de lacasitos. ¿Para qué se han inventado los barbitúricos?
No quiero ponerme pesada, sólo quiero ser eficaz. Por eso, voy a añadir un tercer consejo infalible. Si resulta que en efecto, eres un ser despreciable, miserable, rastrero y además, un tacaño de mucho cuidado, te propongo la solución perfecta para no errar. Se llama alteración del orden de los factores. Es decir, para empezar, te suicidas tú a todo trapo y después, ella… ¡Ella que se las apañe como quiera, no te fastidia!