… y caro. Y no sólo me refiero económicamente, que también, sino de todas las maneras posibles que se nos ocurra para pagar.
El otro día salí de fiesta y tiré la casa por la ventana, y por poco me caigo yo también. Lo primero que iba a hacer era estrenar mis zapatos de tacón, alto, muy alto. Así que tras salir de la ducha y en bragas por la casa, me subí a los andamios para acostumbrara mi vértigo.
Me puse una falda corta, excesivamente corta. Quizás, si supiera andar con las manos el largo hubiera sido discreto; pero o las rodillas se me habían caído al suelo, o la falda era más corta de lo que pensaba. Así que cambié de atuendo.
Ya estaba dispuesta a comerme el mundo, y todo lo que nos pusieron en el bar para cenar. Los camareros estuvieron a punto de hacerme la ola cuando vieron mi facilidad y destreza para mojar pan en el ajoaceite, lo que me llevó a beberme dos jarras de cerveza yo sola, pues cada vez que abría la boca, a mi amiga se le echaba el pelo hacia atrás y se le ponían los ojos en blanco. Pero, la cerveza, en lugar de paliar los efectos odoríferos de mi untadura, incrementó los efectos propios del alcohol. El ajoaceite debía de ser reserva de una buena cosecha pues a la hora de pagar, a todos se nos pusieron los ojos en blanco, y yo tenía la boca cerrada.
Una vez en la calle, por la que me desplazaba de lado a lado, el tacón de uno de mis zapatos se giró el tobillo y, según recuerdo los que me han contado, me pasé toda la noche bailando de puntillas de un solo pie.
En la entrada de la discoteca, el portero me quería impedir el paso por llevar un objeto punzante en mi mano y, cuando abrí la boca para darle mis explicaciones, el amable caballero se echó para atrás y, agitando la mano violentamente delante de su cara, me indicó que pasará, creo. Pronto descubrí la forma de hacerme un sitio en la barra; me acercaba al oído de quien tenía a mi lado para explicarle que llevaba un tacón de mi zapato en la mano y automáticamente se apartaban, ¿temiendo quizás que les atizara con él?
Creo que bebí demasiado, pues aunque no tengo muy buena memoria, no recuerdo cuándo, cómo y con quién llegué a mi casa. Sólo sé que no llevaba un dineuro en el bolsillo, porque de hecho no tenía bolsillos; o ligaron con unas bolsillas o se cogieron antes un taxi. Al día siguiente, o al otro, me levanté con un sabor de boca repugnante, tenía un tirón en el gemelo y el tacón en la mano con un post-it pegado que decía: “Te lo podías haber puesto en la boca”. ¿Quizás hablé en exceso?