De cuerpo entero

 

Un relato erótico de nuestra Rowena Citlali

amo mi cuerpo cuando está con tu cuerpo
e. e. cummings
amo mi cuerpo cuando está con mi cuerpo
r. citlali

Desnuda, recostada contra la cabecera de mi cama, contemplo el espejo de mi soledad mientras oigo avanzar uno tras otro los hermosos cuartetos de Beethoven. Entre almohadones bermellón y mullido azul marino veo el cuerpo que soy, miro mi imagen en reposo: el cabello cubriéndome los hombros mojados por la luz de la mañana, la extensión torneada de mis piernas, la piel transpirando mi deseo. El calor veraniego filtra susurros de la calle donde nadie transita el domingo en que te aguardo.

Penélope sin ropa y tumbada sobre el indolente lecho, a la deriva espero a Ulises tejiendo las hondas costuras de mi anhelo. Imagino el peso de su cuerpo sobre el mío, la manera en que habrá de rodear mi cintura con sus brazos, de ceñirme y de besarme; la forma en que lo haré mío por instantes que habrán de ser eternos, su arte de lamerme delicadamente y sin premura, como quien limpiara miel de las alas de una mariposa con su lengua nocturna y refinada.

Imagino su aliento y sus palabras cayendo al laberinto de mi oído, los latidos de su pecho, el bellísimo y enhiesto volumen de su miembro deslizándose en mis manos, en mis senos, en mis labios ávidos y hambrientos. Pienso en su irrupción hasta el final del grito que habré de amortiguar en su manzana de Adán sin otro paraíso que mi cuerpo, sin más travesía que sus jadeos, sin más horizonte que la tierra de fuego de mi sexo.

En la luna del armario, luna llena de tiempo sorprendido, arde mi carnalidad ofreciéndose al verano: mis pezones erectos, mis ingles empapadas, mi boca predispuesta al rompeolas de su verga y al resplandor negro del beso. Contemplo la elástica dureza que habré de perder año con año, pero que hoy está firme y erizada; alzo mis palmas por la curva de mi cuello, y desde mis senos turgentes las conduzco al repliegue secreto de los muslos. Miro el delicado vello que decora el higo entreabierto de mi sexo, más terso ahora y más hinchado. Nada turba la transparencia de esta imagen: yo conmigo excitada, entregada de lleno al placer de acariciarme y al ritual de mirarme acariciarme.

Flexiono las rodillas a la altura de los pechos, me inclino hacia delante para ver el jugoso misterio que palpita y que mis yemas ofrendan, lujuriosas, al tacto del sol de la mañana. Estoy mojada, cautiva en la pasión, ardiente a flor de piel con mi apetito. Admiro la humedad que resbala hasta inundar el remolino del ano, y con mis yemas unto mi almíbar pegajoso y brillante entre las nalgas. Como una gema que se agranda, descubro a la luz el clítoris urgido del roce de otro sexo o de una bífida lengua de serpiente. Veo la enrojecida expresión de mi cara en el espejo situado al pie del lecho donde las sábanas azules como el océano se amontonan, separo al máximo las piernas e introduzco la punta del dedo del corazón. Por dentro me endulzo y por fuera me electrizo hasta el jadeo.

Soy este cuerpo que amo, ese cuerpo que obseva el palpitar de mi reflejo. Soy esa hembra cálida que mis manos recorren con ternura, este deseo que miro frente a frente y que fluyendo hacia sí mismo me seduce al contemplarme, arrastrándome hacia al fondo del estanque que es la luna del armario.

Absorbo el vaho que sube desde el centro de mí, el fuerte olor a finas hierbas que enerva mis sentidos e impregna los compases de música de cámara y gemidos. Podría gritar que amo este aroma a gruesa flor quemada, que adoro el ardiente sabor a mujer sumergida entre diamantes, a piedra que se arroja en las riberas del día y agita el resplandor de mis pestañas.

A solas con mi pensamiento y con mi cuerpo, estoy aquí conmigo acercando los espacios que separan mis ojos de los ojos que me ven desde adentro del espejo. Y sin embargo también hay otras imágenes hendidas, restos de realidad o sueños diurnos, presencias convocadas por la magia de mis dedos. Toco mi suavidad, recorro el borde de mis dos profundas y untuosas cavidades; me aprieto las aureolas endurecidas y, como en la línea de Kavafis, recuerdo a mi cuerpo como agua desbordada en la bella textura de otros cuerpos. La lujosa memoria de mi piel no olvida sus íntimos amores, ni lo que fue temblor de almizcle y leche.

Como en un caleidoscopio vuelvo a ver las pestañas de Claudita tras mi Monte de Venus, chupándome otra vez, a los quince años; el torso de Miguel, su polla dura, la primera que degustaron mi sexo y mi garganta; el pubis depilado de Lorena quemándome de nuevo un día de campo, a campo abierto, en Cuernavaca; los labios carnosos de Carmen y de Pedro hinchándome al unísono la vulva con la ternura de sus lenguas; el falo gigantesco, y del grosor de mi muñeca, de Mariano.

Me detengo en la imagen suculenta de Mariano, en sus tiernos e inútiles esfuerzos por entrar en mi culo sin dañarme para ofrecerme el placer transgresor que yo pedía. Veo mi ano y aún hoy me parece imposible haberlo soportado en esa musgosa estrechez, de haberlo recibido totalmente hasta el vellocino de sus rizos luego de mucho tiempo de intentarlo, un domingo lejano y como éste, primero a cuatro patas abriéndome yo misma con las manos a su empuje. Después boca arriba, con una almohada bajo mis caderas y con los pies relajados en sus hombros, sin lograrlo. Hasta que sentada encima de él fui descendiendo, poco a poco, hasta sentir hervir entre las nalgas el aceite frondoso de su pelvis.

Conseguí con insólita paciencia que su inmensa polla me penetrara por atrás, triunfal y entera, dilatándome con un fugaz dolor que de inmediato se esfumó para transformarse en aullido de placer. Y llegó así por completo al fondo de mi entraña hasta entonces intocada, y desde aquella vez adicta.

Ante este mismo espejo desfallecí gozosa, una y otra vez, flotando en la marea de mi delirio, contemplándome enculada, sudorosa como ahora me contemplo, mientras él estrujaba la fiebre de mis senos y mordía mis hombros y mi nuca, y preguntaba, temeroso de lastimarme si, como él, yo estaba disfrutándolo.

Apretando mi espalda contra su pecho le respondía que sí con susurros que apenas atinaban a salir de mi garganta, al tiempo que yo me acariciaba con ambas manos, o le daba a beber la miel que, como ahora, entonces escurría con abundancia de mis dedos. Los dos reímos al completar aquella hazaña, sin sacar la magnífica enormidad que ahí permaneció albergada y latiendo a lo largo de los estruendosos e incontables orgasmos que supo prodigarme, y de los que mi amiga Paola fue cómplice caliente, jadeante y asombrada boca en mi clítoris que ardía.

Más a fondo introduzco dos dedos, extasiada en la vívida memoria de Mariano, en el recuerdo de sus caricias y de su ronco gemir aferrado a mis caderas, en su olor a madera de roble y a limones, en los embates de la extensa largura de su verga coronada por una cabeza que apenas me cabía entre los labios, en el sabor a durazno de su líquido profuso estallando festivo en el cielo de mi boca. Rememoro también a la dulce Paola y a su cuerpo de grácil bailarina entre mis brazos, a su pubis resbaloso restregándose en el mío, chapoteando las dos, chorreando a mares apretujadas contra la tarde o la fatigada noche, besándonos fogosas, paladeando nuestros coños y devorándonos los culos con las piernas en alto, o aplanando mis senos en el bronce de los suyos como locas magníficas, hasta caer sonrientes en los duros muslos de Mariano.

Cierro los pápados y sostengo la voluptuosa visión de mi cuerpo en otros cuerpos fragmentados en sílabas de fuego. Veo mi espalda arqueándose al suspiro, mis rodillas enmarcando mi cara, mis labios absorbiendo con fruición hilos espesos de líquida blancura, mi coño desgajado en la delicia del galope, la embestida constante martillando mis nalgas, las caderas clavadas entre las mías, mis dedos crispados sosteniendo una cabeza golosa y voraz entre mis muslos, mi dejar de ser yo para ser la que ahora mismo es todas las mujeres, la hembra cadenciosa en el fulgor que me enceguece y confiere su brillo profundo a mis pupilas. Y sé que en el espejo mi imagen prosigue su tránsito en las aguas del recuerdo tocándose por dentro los silencios. Percibo los latidos cada vez más intensos de mi sexo, la cristalina emanación transformada en río de lava que brota de un cráter antiguo y reciente al mismo tiempo.

Intuyo que el reflejo de mi cuerpo se está meciendo febril en su deseo, que al igual que yo tiene los ojos apretados, y se deleita en el roce de las yemas sin querer demadejarse en el orgasmo. Aunque tal vez, en el espejo, mis ojos aún estén abiertos y desde ahí yo traspase hacia este lado, e hincada en la orilla de la cama me espíe vouyerista y minuciosa hundir otro dedo y otro más en el culo, abriendo y presionando los pétalos donde empapa su eréctil lenguaje mi deseo.

Mi boca besa el calor hedonista de los rayos potentes del verano, con el corazón golpeándome los labios que mis dientes mordisquean asiéndose a la vida, celebrando la playa que es mi piel, mi puerto franco.

Soy mi cuerpo desdoblándose en esta soledad donde me miro y no me miras arder, expuesta a la intemperie de mi espejo. Penélope desnuda y vestida por la música de Beethoven, aguardo narcisista a que tú llegues. Y acorde tras acorde voy bordando y destejiendo los estambres del anhelo para hacerte gemir en cada beso, para oírme jadear con tu dureza, para engullir hasta el fondo de mí nuestro naufragio.

Para que tú navegues, el mundo se hará líquido en mi sexo, y este dormitorio –la nave a la deriva que ahora habitan mis últimos fantasmas– será un sólido cuerpo en tu reflejo. Tal vez no me haces falta, lo sé, tal vez no vengas, pero te espero radiante aquí conmigo como el agua de julio en pie de guerra.

Rowena Citlali

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