Esas adolescencias…

 

 Artículo de Mamen Hernandez
Lo confieso, muy a mi pesar pero lo admito. Me rindo, mis neuronas no dan más de sí y caen exhaustas por el trote diario al que están sometidas. Jamás se me ocurrió pensar que diría estas palabras a consecuencia de la dura experiencia que conlleva sobrevivir con una adolescente, en este caso mi hija, aquel querubín de cabellos rizados que andaba por la casa pensando que su dulce mamá era la más guapa, la más buena, la más lista.

Tengo los pies en la tierra, sabía de sobra que ese tiempo de almibaradas avenencias se esfumaría ante los prolegómenos de su pubertad irremediable, pero lo que nunca imaginé es que mi relación con ella se iba a convertir en un ring cuadrangular en el que las dos, como púgiles profesionales, nos íbamos a asestar los golpes más bajos, sin orden ni concierto, llevadas por mi cansancio y su eterna rebeldía.

Me he convertido, de la noche a la mañana, en esa madre gruñona a la que nunca quise parecerme. Detesto esta metamorfosis que transforma, sin piedad alguna, lo que de equilibrada y razonable, como buena libra, creía tener. Me siento paleolítica, como uno de esos dinosaurios enormes que duermen en los museos.

Aunque paso el día discutiendo, amenazando, dictando órdenes, vigilando, también la digo, todas la veces que mi estado de ánimo lo permite, que la quiero ¿Cómo no hacerlo? , pero reconozco que esta adolescencia me supera, y espero que pase antes de que la premenopausia vaya volviendo locas a mis dormidas hormonas, porque sino… ¿qué será de nosotras?

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