No es mucho lo que se conoce sobre el espionaje femenino en la Edad Media, aunque es sabido que en aquélla época las mujeres mejoraron mucho su situación jurídica con respecto a la época romana y, aunque existía un orden de prelación que favorecía a sus hermanos varones, podían heredar y gobernar feudos e incluso reinos. Además, tenían los mismos oficios o labores que los hombres; podían ser comerciantes, orfebres, herrar caballos y hacer de «barberas» o sanadoras. También participaban en las guerras, donde fueron grandes luchadoras y, como no, espías.
Era normal, por ejemplo, que fueran a las Cruzadas y muy a menudo se instalaron a vivir en Tierra Santa. Precisamente, la espía más famosa de esa época fue Sibila, soberana del Reino Latino de Jerusalén, de quién se dice que Saladino estaba enamorado y que, según aseguran algunos cronistas, proporcionó al Sultán valiosa información sobre las rivalidades y discusiones entre los reyes cristianos y sus barones.
Además, continuó vigente la tradicional asociación de espionaje y prostitución, que en esa época estaba institucionalizada y tolerada por la iglesia, que consideraba los pecados de la carne como veniales, por estar vinculados a la naturaleza humana. Surgieron los llamados prostibulum publicos que, por regla general, tenían una doble función: además de satisfacer la lujuria de los clientes, las prostitutas servían como agentes de información para el señor de la zona.