Autor: gloria
Fecha: 15 Sep 2007
Los habitantes de Salem (hoy llamada Danvers), una pequeña población a 25 kms. de Boston, de religión mayoritariamente puritana, creían en la existencia del Diablo, los demonios y las brujas tanto como en la de Dios, los ángeles y los santos, y estaban convencidos de que las fuerzas del mal se hallaban presentes en la tierra y perseguían la destrucción del estado puritano. Además, estaban sometidos a una gran presión: Habían sufrido una mortal epidemia de viruela, temían un ataque de las tribus indias en pie de guerra en la región- y se disputaban entre sí las tierras más protegidas y fértiles a raíz de un crecimiento demográfico que estaba reduciendo los patrimonios familiares.
Para colmo, la población se hallaba dividida a causa de la ambición personal del reverendo Samuel Parris, un clérigo llegado a Salem Village a finales de 1689 procedente de Boston donde, un año antes (1688), se había producido otro espectacular caso de brujería que difundió los síntomas que podían revestir las posesiones diabólicas. Dos años después, pretendió convertirse en el párroco titular de la aldea (lo que incrementaría su sueldo), por lo que algunos feligreses dejaron de contribuir a su manutención, mientras que otros, encantados con su rigidez puritana, le apoyaban vivamente.
Fueron precisamente su hija y su sobrina, Bety y Abigail, dos niñas de 9 y 11 años, las primeras en presentar los síntomas de histeria que después se extendieron como una mancha de aceite y llegaron a afectar hasta a 15 muchachas. Como detrás de toda brujería tenía que haber una bruja, las niñas acusaron en un primer momento a una esclava caribeña del reverendo Parris llamada Tituba que, para entretenerlas, leía en las claras de huevo para ver quién sería su futuro marido. Fue detenida, encarcelada y torturada y no tardó en admitir su culpa (lo que la libró de la horca). A continuación las niñas acusaron a Sarah Good y Sarah Osborne, dos mujeres pobres y de mal carácter, que nunca iban a la iglesia, que también fueron arrestadas e interrogadas.
Durante la primavera, las niñas no dejaron de denunciar a vecinos. Se trataba generalmente de gente indefensa o que despertaba antipatía en el resto de la comunidad. Sin embargo, con el correr de las semanas a esta clase de víctimas se sumaron otras. Desde simples niñas (como Dorothy, la hija de Sarah Good, de apenas cuatro años) a personas de reputación intachable (incluyendo a clérigos o a descendientes de los padres peregrinos del Mayflower), aunque en éstas se podía reconocer un denominador común: sus conflictos con las acusadoras o con sus familias, todas ellas pertenecientes al circulo de influencia del reverendo Parris.
Ante el escándalo provocado por el aumento del número de encarcelados (que llegaron a rozar los dos centenares), el prestigio cívico de muchos de ellos y las contradicciones entre las jóvenes denunciantes, el gobernador de Massachussetts instituyó un tribunal especial compuesto por siete jueces que aceptó como pruebas las llamadas evidencias espectrales, es decir, la convicción de que los acusados,gracias a un pacto con el Diablo, actuaban contra las niñas a través de sus espíritus aunque se encontraran a Kms de distancia.
Este y otros defectos judiciales condujeron a un terrible resultado: Se ejecutó en la horca a 14 mujeres y 6 hombres, sin contar a los que murieron en la cárcel, entre ellos la pequeña Dorothy Good o Giles Corey, un viejo granjero que se negó a confesar hechicerías pese al tormento, por lo que el tribunal ordenó aplicar al anciano una pena dura y fuerte: Se le colocaron piedras cada vez más pesadas sobre el pecho durante dos días hasta que murió literalmente aplastado.
Al final se impuso el sentido común. En el otoño de ese nefasto año, el gobernador de Massachussetts decretó que las evidencias espectrales no podían aceptarse como prueba, disolvió la corte local y mandó liberar a buena parte de los procesados. También nombró un tribunal superior que para comienzos de 1693 había excarcelado al resto de los imputados, acabando así con la caza de brujas.
Sin embargo, pasaron décadas y incluso siglos antes de que pudieran repararse algunos de los daños causados. Aunque algunos presos salvaron la vida, perdieron sus propiedades y las cantidades que se les abonaron como compensación material y moral fueron irrisorias. De hecho, hubo que esperar hasta el año 2001 para que los descendientes de seis ajusticiados obtuvieran una disculpa en toda regla por parte de las autoridades de Massachussets.
Algunos historiadores atribuyen esta histeria colectiva al consumo de centeno enmohecido (que tiene efectos similares al LSD), a secuelas mentales de la viruela o que las niñas poseídas padecían el síndrome de Huntington (un desorden neurológico que se ha detectado por ADN entre los puritanos de la época), aunque lo mas probable es que se tratara de un cóctel fatal de intereses creados, injusticias sociales, incertidumbre política e intolerancia religiosa, tal vez acompañado por los problemas clínicos o psicológicos de algunos.
En todo caso, el episodio da pie, en la lectura hecha por Miller, a una reflexión sobre la justicia y la condición humana: Hacia el final de la obra te das cuenta de que el tribunal es el único que cree que el Diablo ha puesto el pie en el pueblo; los demás siguen la corriente por avaricia, envidia, odio o, simplemente, por temor a ser los siquientes de la lista…